Preámbulo de una angustia
Será un artículo muy largo, como larga es mi angustia por la victoria de Trump. Lo escribo con estupefacción, pero también con sensibilidad y conciencia crítica. Es necesario.
Permítanme tomar aire, una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Inhalar, exhalar, pensar antes de escribir. Poner a un lado las emociones y recuperar el buen juicio. Es urgente. Vuelvo a respirar muy profundo. Lo hago frente al teclado muchas veces, debo escribir, debo reflexionar en voz alta, reflexionar en medio del tumulto y la reyerta, entre el desconcierto y la ilusión. Reflexionar a Estados Unidos y al mundo, con admiración y aturdimiento. ¿Qué pasará?
Y esta angustia que se clava en el pecho, que se hunde y se alarga.
Comienzo.
El aprendiz y su fogata disecada
No soy muy adepto a la televisión, nunca lo he sido. Son pocas las series televisivas que he visto con entusiasmo y concentración. Una de ellas, Escobar, el patrón del mal, me cautivó de principio a fin. Otra 24, que narraba las peripecias de Jack Bauer, me mantuvo electrizado en cada capítulo. Ambas me transportaban a espacios paralelos de ficción recreativa cuya tensión me distraía de mi única y verdadera pena: Venezuela.
No podría decir lo mismo de El aprendiz de Donald Trump pero sí reconozco que la veía de vez en cuando con curiosidad y agrado. No conocía muy bien quién era el personaje, sabía que era un multimillonario excéntrico, cuya vanidad lo hacía engalanar sus propiedades de modo a un tiempo grotesco y cursi con su apellido en letras doradas, pero no sabía mucho más de él.
Lo cierto es que descubrí, viendo la serie, que Trump no tenía un solo pelo de pendejo en su arremolinado peinado de fogata disecada. Era astuto, lógico y sus análisis estratégicos eran coherentes desde el punto de vista empresarial. Pero ¿presidente?
No lo imaginé posible.
Burlas y carcajadas
En las elecciones presidenciales en las que Barack Obama fue reelegido para su segundo mandato, Trump amagó con lanzarse a la precandidatura republicana, pero desistió rápidamente en medio de un maremagno de burlas y carcajadas. Al chiste se unió una feroz campaña mediática liderada por él en la que señalaba que el primer presidente negro de los Estados Unidos no había nacido en territorio americano y que por ende debía de ser destituido. Pese a lo vergonzoso e irresponsable –por racista– de la acusación, no dejaba de ser chusco el esfuerzo. Otra burla, otra carcajada: Trump se convirtió en el bufón de los medios de comunicación. Nadie le daba crédito.
Observador como soy de algunas extrañezas humanas, sabía que el “hombre naranja”, como le apodaron algunos medios, se traía algo entre manos. El aprendiz de político sabía lo que hacía. No era un pendejo.
Lo estaban subestimando.
Yo no.
¡Fuera los mexicanos!
Desde aquel desconcertante inicio de campaña presidencial en el que Trump acusó de violadores, narcotraficantes y criminales a los inmigrantes mexicanos, supe que sabía lo que hacía y me consterné. Si lo decía era porque el pueblo norteamericano pensaba de algún modo de esa manera, él simplemente había estudiado detalladamente –como ejecutivo– qué decir desde el punto de vista propagandístico y lo dijo. Mi pánico no era Trump y su discurso racista, mi pánico era lo que pensaba y sentía el norteamericano promedio. Mi intuición no fue equívoca, había mucho de eso.
Hablé con tres amigos –reconocidos asesores políticos– a quienes aquella excentricidad racista para iniciar una campaña presidencial les parecía un aborto político: “Trump murió naciendo, no durará ni veinte días de campaña”, me comentó alguno, pero yo sabía que no, yo había visto El aprendiz. Trump no improvisaba.
Les comenté –con testigos– que si Trump estaba levantando esa polvareda era porque entendía objetivamente que aquello le redituaría políticamente, les adelanté que ganaría la nominación republicana. El tipo no era un aficionado en nada de lo que emprendía, él simplemente decía lo que tenía que decir para ganar.
Se mofaron de mí: “Poeta, tú no sabes nada de eso.”
Gandhi, siempre Gandhi
Uno de los pensamientos más sobresalientes de Gandhi es aquel que identifica el “ser” de una nación con sus gobernantes: “Un pueblo no tiene el gobernante que se merece, un pueblo tiene el gobernante que es”. Para cambiar gobiernos hay que cambiar la manera de ser de los pueblos.
El Trump que había visto en El aprendiz era un hombre que sabía lo que hacía, no era un improvisado. Pese a las críticas, las burlas y las carcajadas, Trump sabía sin ningún resquicio de duda cuál era el camino a seguir –al menos en la carrera republicana– para llegar a la presidencia. Había pasado años desde su primer amague, invertido ingentes sumas de dinero, analizado y reflexionado sus posibilidades y dibujado su estrategia. Era obvio. Un mercadeo político basado en un sentimiento nacional y en un carisma que podría encarnarlo: él.
Estados Unidos era como él y sólo él podría redimirlo, incluso con su pelo de fogata disecada. Todo superhéroe de ficción tiene su santo y seña, su manía y su adorno. No era de extrañarse que Trump, el redentor, tuviera el suyo.
¿Lograría su misión?
Los Trumps
No me costó mucho tiempo confirmar mi intuición, habían “Trumps” por todas partes. Hombres y mujeres americanos que veían en el éxito, la riqueza, el talento personal y la audacia valores admirables y perseguibles. Un poco hastiados de los valores de la clase gobernante (Obama, Clinton, etc.), en particular los hombres blancos de la clase trabajadora y obrera veían –sin decirlo, sólo excavando se lograba descubrirlos– en Trump a un ídolo.
Empresario multimillonario, dueño de un imperio dorado que llevaba su propio apellido como insignia, carismático, nacionalista y triunfador, promotor de la seguridad y el trabajo, de la supremacía norteamericana, blanco, muy blanco, mujeriego y casado con una deslumbrante inmigrante rusa (y su sensual acento), cuyos desnudos habrían paralizado a propios y extraños, era el modelo a seguir, el otro sueño americano, el que permanecía dormido y despertaba.
Berlusconi había ganado en Italia, Sarkozy en Francia, ¿por qué no Trump?
La venganza: ser presidente
En la Casa Blanca, en la cena de los corresponsales de 2011, evento en el que el presidente de los Estados Unidos distiende tensiones en un ambiente de burlas y comedia entre periodistas y celebridades, Obama hizo una sátira feroz sobre Trump, quien estaba presente entre los invitados.
Trump tragó amargo la humillación, pero sin duda decidió ahí mismo su venganza: ser presidente. Lo supuse y comenté entre políticos e intelectuales norteamericanos. No me dieron crédito. No habían visto El aprendiz. Yo sí.
Trump haría todo lo que estuviese a su alcance para reivindicar aquel despropósito, investigaría, evaluaría posibilidades y ante el más mínimo chance, planificaría y ejecutaría su propósito. Tal cual hizo. Él era “The Boss” (el jefe), ¿cómo no habría de lograrlo?
Y lo logró.
La revancha de la supremacía blanca
La victoria de Trump no puede verse con desdén, ni frivolidad, el problema es mucho más grave que una simple victoria electoral, es un sentimiento nacional de reivindicación no sólo racial, sino también de principios. Aclaro, nunca apoyé a Trump, pero es lo que se vivió durante la campaña en los Estados Unidos.
La revancha de la supremacía blanca no sólo fue racial, insisto, tuvo una enorme carga de principios y valores morales que muchos norteamericanos sentían deteriorados con la acelerada avanzada de la “agenda liberal” en los Estados Unidos.
Soy liberal y confieso que, sin ser conservador, en momentos también me sentí agobiado y confundido. Uno no podía ser crítico ante el gigantismo estatal, la legalización de las drogas, el proteccionismo, el aborto, el impulso público a la implementación del control mental en las escuelas privadas y públicas o la desquiciada intención “pedagógica” del Estado en “ayudar” a los niños y niñas adolescentes a esclarecer si eran heterosexuales, homosexuales o pansexuales (una locura postmoderna que se les ha ocurrido a los psiquiatras), porque uno era susceptible de ser tildado de intolerante, reaccionario o extremista.
No había debate, tanto el gobierno como los medios de comunicación habían copado la opinión pública de tal manera que nadie que no pensase como ellos tenía derecho a debatir sin ser vilipendiado y acusado de retrógrada.
¿Por qué?
Trump, de aprendiz a presidente
Aunque siempre supe que Trump ganaría la postulación republicana, percibía que si mantenía su lenguaje abrasivo y despótico no lograría ganar la presidencia. Picado de culebra por Hugo Chávez, sabía que la única manera que lograse llegar al poder era si se transformaba –como camaleón– y dejaba los insultos y los despropósitos, y ofrecía soluciones populistas y demagógicas: “Make America Great Again” (Hagamos grande a América otra vez), que la gente quisiese escuchar, incluso aunque no ofreciese ningún contenido a sus aseveraciones.
Lo hizo. Ofreció mejorar el empleo, la seguridad y fortalecer el emprendimiento y convenció a los votantes. Sus planes son imposibles de implementar: el muro sería un fiasco económico (los norteamericanos necesitan empresas no muros); la reducción a un 15% de impuestos creará un déficit fiscal cuya cifra llegará a Andrómeda, sobre todo si desea invertir en más seguridad; la expulsión de inmigrantes ilegales mexicanos (se habla de once millones) causará un pandemonio de persecución y protestas que afectarán hasta a los mendigos; la industrialización contra la comercialización creará pocos empleos (las industrias cada día requieren menos mano de obra y más tecnología), más bien deteriorará los que existen en términos de comercio y servicio que son los que fortalecen a los pequeños y medianos empresarios, fuerza motora de las sociedades modernas; en fin, toda la demagogia y el populismo chocará contra, ahora sí, un verdadero muro de expectativas y desencantos, que si le agregamos xenofobia, racismo e intolerancia, será un caldo de cultivo para una crisis inimaginable en términos sociales, políticos y económicos.
Si Trump no visualiza a tiempo su error –más que como empresario como político, más que como aprendiz como presidente de los Estados Unidos– el horror nacional y mundial será de pronóstico reservado. ¿Qué hacer?
¿Está todo perdido?
El caso Sanders
Sin duda, los grandes derrotados de la presente elección presidencial norteamericana son los medios de comunicación social, su “agenda liberal” casi totalitaria. Así como se aprendió de las expectativas políticas que levantó el candidato demócrata Bernie Sanders, se debe aprender de las urgencias sociales y culturales levantadas por los seguidores Trump en esta campaña.
No hablo de las insensateces racistas o machistas, esas son abominaciones humanas desde el principio de los tiempos, hablo de la urgencia de rescatar la individualidad frente al estatismo, el valor de la familia (como convencionalmente se le concibe), el talento, el emprendimiento y el trabajo, el esfuerzo y la moral. Hablo del equilibrio –y el debate– de ideas y de posturas, en reconocimiento de las mayorías y de las minorías, sin desprecios de uno u otro bando, sin imposición de agendas liberales o conservadoras, haciendo de la vida honesta, ajustada al estado de derecho y de la creatividad e iniciativa personales, aspiraciones estimables y genuinas.
La rabia, el resentimiento, el rencor y la revancha son pésimas consejeras en política, significan anarquía y guerra. ¿Será hacia allá que van los Estados Unidos?
Esperemos que no.
La juventud o el nuevo sueño americano
La Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Cuba de Castro o la Venezuela de Hugo Chávez, son ejemplos conocidos en los cuales la rabia y el resentimiento se apoderó del gobierno y arruinó a sus naciones. Ojalá este nuevo trance que vive la humanidad no nos lleve a un horror de semejantes dimensiones. Ojalá el pueblo norteamericano esté preparado para este difícil capítulo de su historia. Ojalá está incertidumbre logremos transformarla en prosperidad, justicia y libertad.
El que no ocurra no dependerá de Trump, tampoco del establishment político, dependerá de la juventud norteamericana, de su conciencia crítica y libre pensamiento, de su capacidad de debate, de su crítica al sistema, de su sensibilidad e inteligencia, de sus valores humanos, de su liderazgo y visión, pero sobre todo, dependerá de su activa participación e involucramiento en política.
El político, a su modo, sueña con mejorar a su sociedad, a su nación y al mundo. A veces, los sueños políticos son delirantes pesadillas. Es la juventud, siempre la juventud, quien juega el papel más crítico y determinante para impedir que un sueño derive en pesadilla.
¿Estará preparada?
Sí lo está.
Ser el mundo que se sueña ser
Por último, como corolario a esta larguísima angustia que nos abruma en la incertidumbre y la duda, pienso que habrá que participar activamente, sin descanso, en prácticas que nos obliguen a fortalecer aquello que nos vincula y une, y nos distancie de lo que nos separa y enfrenta.
Como venezolano, exiliado de la rabia ideológica chavista, que arruinó a mi país y causó tanto daño en Latinoamérica, intentaré aportar algo al debate. Con humildad y convicción, pero también con agradecimiento a todo lo que me ha ofrecido está gran nación que son los Estados Unidos. Mostraré sin cesar nuestras desgarraduras y heridas para evitar que en este país se repitan.
No apoyé a Trump en ningún momento, tenemos profundas y amargas diferencias de fondo y estilo, pero no apuesto a su fracaso ni apostaré jamás, sólo un delirante se dejaría llevar por un sentimiento tan vil y mezquino. Apuesto por su éxito como líder de una cultura que admiro porque no sólo sería el éxito del pueblo norteamericano, sería el éxito del mundo tal como aspiro que éste sea: más humano y más libre.
Nunca dejaré de ser crítico sobre todo cuando los derechos humanos y la libertad estén en juego, pero jamás seré ciego ni recalcitrante, hay que asumir este compromiso con lucidez e integridad. La humanidad está en juego.
Seamos el mundo que soñanos ser para que tengamos los gobiernos que somos como individuos.
Estamos ante un nuevo desafío.
¿Lo asumimos?