Los gritos enterrados en Berlín
Camino por un Berlín reinventado. Esto no es lo que fue un día ni lo será jamás.
Me posee una extraña sensación que no había experimentado en mis anteriores visitas: me aturden gritos roncos, lamentos soterrados, agonías. Las escucho por todas partes. Veo gente aterrorizada, aturdida por los bombardeos, abrigándose y resguardando a sus hijos de un histérico salpicar de plomo, de fuego y de concreto. Los veo correr, guarnecerse entre ruinas, escudriñar una mirada entre boquetes de escombros y de sangre. Estas memorias no son mías pero me sujetan mientras ando, muerden mis pasos extraviados. Estoy a punto de un desmayo.
¿Qué me pasa?
Profecía del dolor
La vida le clava a uno puñaladas que se arraigan, que no se esfuman. Su dolor permanece intacto, está ahí punzando, cacheteándonos en momentos de recreo y distracción, repasando nuestra vulnerabilidad.
Cuando el chavismo asesino a mi amigo Jesús Capote en la marcha del 11 de abril de 2002 por empinar alto la bandera venezolana y gritar corajudamente: €œ¡Ni un paso atrás! ¡Queremos libertad!€, entendí el terrible término jurídico €œlesa humanidad€ (herir a seres humanos por pensar o Ser distintos). La comprensión fue una puñalada de realidad, una premonición del dolor que se avecinaba.
Una infame muerte por razones de antagonismo político me condujo entonces a la lectura de un texto formidable: el Estatuto de Roma, que nos alarma a detalle cuando una sociedad será sometida a una atrocidad inhumana, a una dictadura ruinosa y exterminadora. Un texto que compendia millones de lamentos de sufrimiento humano e intenta prevenirlo. Un texto que sirve como profecía del dolor.
Nuestro dolor.