Mes: <span>octubre 2013</span>
Mes: octubre 2013

El patético hijo de Nicolás

Severidad y fiereza

Cuando emprendo mis entregas semanales pienso en Miranda y en Bolívar, especialmente en este último.

¿Cómo habría arrostrado el Libertador un tiempo tan absurdo y delirante como el nuestro? Pienso que lo habría hecho con severidad. Mucha severidad y fiereza.

Escribir mis destemplanzas cada semana se ha convertido para mí en un acto severo y fiero, un sacramento de arrechera en el que solemnizo a Bolívar y a Miranda y esparzo la irritación del venezolano en contra de esta manada de locos que hoy atrozmente nos rigen. Sin sutilezas. ¿Para qué?

La crítica es el arma que nos queda a los que no hacemos vida política, a los que abominamos estos escandalosos niveles de desvarío en Venezuela.

Todo el país está asqueado. Diga lo que diga Luis Vicente León u Oscar Schemmel y sus sospechosos (por maquillados) disparates, estamos asqueados. Todos.

La sucesión acaramelada, el fuego y la sangre

Vestigios de su lumbre

Al fuego, fuego. Si la secuela es que quedemos todos calcinados en el infierno venezolano, comencemos. ¿No dicen que el fuego purifica?

Sé que mucha gente lee con rubor mis artículos, voltean escandalizados hacia los lados para cuidar que nadie los descubra cómplices de mis ultrajes, resguardan su nariz con un pañuelo, cubren sus ojos con sus manos, pero al final flaquean, una pícara curiosidad los arrastra, abren con duda culpable una rendija entre sus dedos medio e índice y comienzan -impacientes- la lectura de mi arrebato.

¿O no?

Este suelto no será la diferencia, lo garantizo. Anden, escóndanse, es hora de leer esta quemadura. Es lo más calcinante que habrán leído en la era del ardor madurista.

Incendiaron mi casa, mis letras son vestigios de su lumbre.

Preparo, apunto, escribo con fuegoé

Teodoro Petkoff, la Dama Antañona

€œSu ser lleva en sí
inocencia, virtud y candor€

Leoncio Martínez

Nacer desde otra llama

(Recomiendo encarecidamente leer este artículo después de escuchar a Ilan Chester interpretar €œDama Antañona€ y de repasar el ensayo sobre €œLos timoratos€ de Juan Uslar Pietri que se encuentra en su €œHistoria de la rebelión popular de 1814€. Se sorprenderán.)

Acaso la peor muerte sea la del calcinado, dolor a fuego lento cuya flama abrasa nuestra piel con perniciosa mansedumbre, nos hace florecer sudados, rojizos, chamuscados, y nos devora lentamente en una agonía consciente -pero intensa, ardida y tormentosa- hasta el silencio y la negrura.

Hasta el silencio y la negrura últimosé, que en nuestro caso no han sido ni serán.

Vi las llamas masticar mi hogar, las vi convertir a mi fiel acompañante Llanero en una fogata escurridiza, escuché crujir las paredes, me aturdí entre aullidos, lamentos y gritos de auxilio, vi a mis hijos correr y lanzar por doquier el agua domadora de su transparencia hasta sofocar el incendio, y comprendí que la vida nos da oportunidades únicas para persistir en nuestras ideas y sueños.

Seguimos, hemos renacido de otra llama, la llama de la libertad y esa permanece intacta, no se apaga. Mientras nuestro aliento sea capaz de empañar una lámina de vidrio tendremos fuerzas suficientes para luchar por ella.

No hay quema ni lamento que sofoque nuestra urgencia.

Aquí estamos: inmunes.

El chavismo bajo sospecha

El perro incendiado

Han sido días muy amargos. Una explosión causada por la manipulación errada de los €œespecialistas€ en suministro de gas incendió mi casa.

Donde otrora hubo verdor, color y luz ahora predomina la ceniza, la mancha y la oscuridad. Los estragos, la pestilencia y la calcinación circundan, como si por mi casa se hubiese asomado el chavismo.

Mis hijos y yo estamos aturdidos, pero vivos. No sabíamos apagar el fuego. El agua aviva las llamaradas, las ensancha. Fue francamente pavoroso. Un estrépito. Un vértigo de aullidos y llanto.

Llanero, nuestro gigantesco mastín español, nos deslumbró, se convirtió en una hoguera movediza. Sudada flamas, ardía. Aterrador, tristísimo. Mientras yo inventaba fórmulas para impedir que el incendió hiciera estallar la cocina, mi hijo Leonardo, poniendo en riesgo su propia integridad física, se abalanzó sobre él y logró sofocar esa fogata viviente, esa lumbre y sus roncos alaridos. El agua funcionó en este caso, pero más funcionó el amor y la valentía. Recuerdo aún con lágrimas ese momento de heroicidad efímera.